Una lectura exigente
Unos pergaminos muy caros, el esfuerzo de la lectura y una cultura en pastillas (#8)
En un mundo acelerado, donde prima la inmediatez y la lectura parece a menudo una carga más que un placer, Alejandro Dolina reivindica el valor del esfuerzo intelectual.
Lo que verdaderamente nos transforma no es el conocimiento que el libro contiene, sino el esfuerzo por comprenderlo.
Alejandro Dolina es un escritor, músico, presentador de radio y televisión, y actor argentino, nacido en 1944 en Morse, Provincia de Buenos Aires. Es conocido por su programa de radio La venganza será terrible, que se emite desde 1993 y combina humor, filosofía, música y literatura.
Esta charla proviene precisamente de este programa, donde Dolina reflexiona de forma apasionada, pero con humor, sobre el valor de la lectura y el esfuerzo que implica. Fue emitido el 3 de agosto de 1994 por Radio Continental.
La charla critica la idea moderna de querer «haber leído» en lugar de leer de verdad, y pone en evidencia la impaciencia de muchos lectores contemporáneos: los de 1994, aunque bien podrían ser los de 2025.
Dolina ironiza sobre la posibilidad de tomar pastillas que transmitan al instante el contenido de los libros, como una forma de evitar el esfuerzo. Sin embargo, defiende que lo que realmente nos transforma no es el conocimiento contenido en el libro, sino el esfuerzo por comprenderlo. Compara esta experiencia con aprender a tocar un instrumento: más valioso que escuchar a un virtuoso es vivir el proceso de aprendizaje.
He preparado una transcripción de este momento de la charla. Seguramente, hay quien prefiera hacer el esfuerzo de leerla.
Unos pergaminos muy caros
[…] Claro, no copiaban La guerra y la paz, porque ese es un libro relativamente nuevo. Pero ahí se mataba. Vino a ayudarlos el pergamino, porque estos tipos trabajaban con rollos de papiro. Los libros antes eran rollos.
Los 700.000 libros que dicen que se quemaron en la Biblioteca de Alejandría no eran libros como los que nosotros conocemos: eran rollos.
Pero vino un invento a ayudar a los copistas, a facilitarles un poco la tarea: el pergamino. El pergamino se hace con piel de cordero. (Discúlpenme, me sucede que cuando digo la palabra cordero me viene una asociación... sí, me siento impelido a decir meeeee.)
Entonces los libros cambiaron: ya no fueron rollos, sino que pasaron a ser como los conocemos nosotros, con hojas que se dan vuelta. Eso se llama Codex. Era más fácil trabajar sobre la piel de carnero que sobre el papiro. Un poco más fácil... pero claro, el pergamino era caro.
Fíjense: para hacer cuatro folios —cuatro hojas de un libro— se necesitaba un cordero. ¡Un cordero por cada cuatro páginas! Tomando al peso Las hazañas de Rocambole, que son como 4.000 páginas... verdaderos rebaños. ¡Australia diezmada en cada libro!
Un libro era caro. Y no sólo por los corderos, sino por lo que se tardaba: copiar una Biblia llevaba un año. Una Biblia, un año.
Además, eran caras las encuadernaciones: trabajadas con maderas preciosas, con rubíes, esmeraldas, oro, plata... Incluso las páginas a veces estaban iluminadas con polvo de oro.
Había muchos oficios en un libro: el copista, el iluminador, el ilustrador, el dibujante, el rubricador... que era un tipo especialista en rúbricas. Vos escribías, por ejemplo, tu nombre —Cacho— y él te hacía todos unos piruletes.
Tan caros eran los libros que estaban atados con cadenas para que no los afanaran.
La sacralización del libro
Y aquí viene el momento en que nace la sacralización del libro. Primero por ser un vehículo del espíritu, pero también porque era carísimo. Un objeto sagrado por su precio espiritual y también por su precio material.
Esto llega al colmo en el siglo pasado, cuando los positivistas llegaron a afirmar que las guerras se terminarían cuando toda la humanidad se alfabetizara. Bueno... ya ven lo que ha pasado. Cualquier desgraciado sabe leer, y las guerras siguen ahí.
El esfuerzo de la lectura
En realidad, con esto de la fatiga que produce leer, yo tengo para mí que la gente no quiere leer, sino haber leído. Claro, haber leído es bueno. Imagínese usted: le preguntan “¿Ha leído Los Miserables?” Y usted contesta que sí.
Lo que quizá no parezca tan bueno es pasarse un mes todas las noches desvelado leyendo Los Miserables a la luz de una vela.
La gente de hoy es muy ansiosa. Quiere una satisfacción rápida. Dice: “¿Cuánto me falta?” Tiene 400 páginas, voy por la 28, y hace dos meses que lo estoy leyendo. Y el tiempo… el tiempo tiene la sensación de que nunca terminará.
Pero le gustaría haber leído Los Miserables, para poder decirlo en una charla: “Yo he leído Los Miserables.”
Y debe ser cierto esto de que la gente quiere haber leído y no leer, por el éxito que tienen los libros condensados. Libros que suprimen el trabajo de la lectura. Inmediatamente uno ya se da por leído.
Por ejemplo:
Historia de dos ciudades: había un tipo que se parecía a otro, lo ahorca.
Crimen y castigo: un tipo asesina a una vieja y le da el remordimiento.
La guerra y la paz: Napoleón invade Rusia. Luchan. Fin.
La cultura en pastillas
Muchachos, yo inventé algo. O mejor dicho, tengo una idea que algún inventor podrá desarrollar. ¿Son pastillas o inyecciones? Vos te das una pastilla y ya leíste Los Miserables. Te das otra y ya leíste Sobre héroes y tumbas.
Y entonces aparece un tipo inculto y dice: “Yo voy a leer.” Y va a la farmacia… o quizá a la librería, que en esa época ya serán la misma cosa. Los libros no los editará Sudamericana ni Planeta, sino por ejemplo Squib.
“Deme 200 pastillas.” Y se va con su frasco: La República, La Divina Comedia, El sueño de los héroes, Ficciones, El túnel, El barrio del ángel gris...
Pero claro, los malos libros producen vómitos. Y se acuerda uno de todo como si lo hubiera leído. Ni mejor ni peor que el tipo que lo leyó.
“¿Viste esa parte?”
“Sí, la vi… qué sé yo, me tomé la pastilla.”Bueno, eso es una porquería.
¿Y por qué digo que es una porquería?
La tesis
Aquí va, quizá, la tesis de esta pequeña charla: más que el saber que un libro deja como sedimento, lo que nos hace mejores —si es que un libro nos hace mejores, que está por verse— es el esfuerzo de la lectura.
El esfuerzo de la mente y del corazón por apropiarse de lo que el libro puede ofrecer. Ese esfuerzo es el que nos mejora. No el simple hecho de haber leído o memorizado unos datos.
Un ejemplo: tocar la guitarra es trabajoso. Uno debe emplear 4, 5, 6 o hasta 10 años para tocar más o menos bien. Mucho más fácil es comprarse un disco de Andrés Segovia. Suena mejor de lo que podría sonar uno en toda su vida. Y sin embargo, la gente se compra guitarras.
¿Por qué?
Algo bueno debe haber en el camino y en el esfuerzo, para que la gente lo desee. Y creo que eso bueno, en la lectura, también existe.
Las horas de desvelo. El debatirse uno para ver si entiende lo que el tipo le ha querido decir. Y, vamos, hay que confesarlo: el placer. El placer enorme de haber aprendido a disfrutar con un libro.
Un programa hecho a mano
Esas pastillas son para aquellos —y lo siento tanto— que son incapaces de comprender que un libro es un placer.
Y digo aquí, en este programa, para desgracia de todos ustedes: nosotros hemos elegido no tomar pastillas. No digo ya pastillas para leer libros… no tomamos ni siquiera pastillas para hacer programas.
No compramos el disco de Andrés Segovia (aunque pasamos discos). Hemos elegido el camino más difícil, tal vez. Y lo siento por ustedes: este es un programa hecho a mano, con una cañita hendida, con gran esfuerzo. Mientras se congela la tinta. Mientras no acuden las ideas.
Ahí están, tentadores, los libros de efemérides, los comentarios del lunes cuando es lunes, del martes cuando es martes, del miércoles cuando miércoles fuere.
Están las tentaciones de un programa hecho con pastillas. Y a máquina. Comprado. Hecho.
Pero nosotros no.
Nosotros lo hacemos a mano. Y sale mal. Muy mal, tal vez. Pero algo de bueno debe haber en ese esfuerzo. Algo de bueno debe haber para nosotros y para vosotros, que también hacéis el esfuerzo de subir ciertas cuestas, como lo es la de decidirse por el silencio.
Así estamos juntos en esta. Amigos copistas, nosotros. Lectores vosotros. Monjes todos.
Dedicatorias
¿A quién dedicar esta recordación y este enaltecimiento de la fatiga hermosa de leer?
Pensaba, Alejandro, en lo que usted dijo. Hay una frase… un señor —quizás uno de los primeros dedicantos de esta noche— supo escribir, como acápite de su primer libro (un librito de versos, Luna de enfrente, o una cosita así):
“Yo autor, tú lector: nuestras nadas poco difieren.”
Digamos entonces que el ejercicio de la lectura y el de la escritura son ambos un acto de creación. Del mismo modo que hacer un programa —y a veces escucharlo— también lo son.
Actos creativos. Actos, en todo caso, comprometidos.
Pensaba en otro señor, un muchacho, un tal Berlén de la parte de Palermo, que también supo decir que, fuera de las cosas que nos pasan, todo el resto es literatura.
Y pensaba más en otro señor: un tipo llamado Esteban Malarmé, que supo decir alguna vez que:
“Todas las cosas que se hacen sobre la Tierra se hacen para terminar en un libro.”
Usted sabe que eso se parece a una sentencia griega. Decía que los dioses armaban las guerras y trenzaban los destinos de los hombres, e hicieron que ocurrieran cosas… solamente para que después pudieran ser cantadas.
Para cerrar
A esa gente —aquella que se hace cargo de los destinos de los hombres cuando los canta— a esa gente que nos permite, quizás, una de las únicas formas del paraíso sobre la Tierra… para todos ellos, y para todos los otros, los que disfrutan de eso hasta que sus ojos se cierran cuando se quedan dormidos con la lectura…
Para ellos. Para la gente de la radio.
Sus ojos se cerraron.Dedicado también para la gente de la televisión.
Solamente, también, a mano.
Con una pluma hendida, sobre un pergamino que es la cuarta parte de un cordero…Les entregamos nuestro programa.
Y nuestro destino.Para ver si alguien lo canta.
Imagen | Lectura exigente